Todo quien me conoce dice (en mi cara o no) que soy un poco rara. No rara de una manera inadaptada, inhabilitante o perturbada; pero si soy la primera en admitir que mi forma de ver y entender las cosas no es del todo convencional. Creo que una vez pasados mis años pubertos en los que la norma era el ideal, he hecho las paces con el hecho de que para los demás siempre seré un poco rara y ahora parece que hasta lo empiezo a disfrutar. Toda esta explicación, viene al caso porque en Nueva York descubrí una cosa más en la que soy… bueno particular.
Aunque yo no estaba muy emocionada al respecto, el buen turisteo requería de las visitas obligadas a los museos de la ciudad. No sé muy bien porque pero los museos nunca han sido mi pasión, definitivamente me gusta el arte, pero creo que tengo un gusto más bien infantil… me gustan los colores, la formas suaves y los trazos más bien fluiditos. En una placa con información, junto a una serie de cuatro cuadros comisionados a Kandinsky para el recibidor de un departamento de algún magnate neoyorquino (un Rockefeller creo), me encontré esta frase del pintor: “Color is a means of exerting direct influence upon the soul”. Entonces en lugar de creer que tengo el gusto artístico de preescolar, prefiero considerar que es mi alma la que me lleva siempre a la obra más colorida de la sala.
En fin, pues después de 45 minutos en el MoMA, yo ya estaba más bien cansada y lo que estaba viendo empezaba a revolverse con lo que ya había visto. Sin darme cuenta mi atención paso del cuadro que se supone estaba mirando a la persona parada junto a mi. Era una señora grande, de unos 75 años más o menos, no se si era culpa de su jorobita, pero la señora estaba tan metida en el cuadro que parecía que estaba a punto de echarse un clavado al lago de colores que estaba frente a nosotras. Definitivamente no fue una decisión consciente, pero a partir de ese momento después de ver cada obra por unos segundos, mi atención pasaba a la gente que me rodeaba. Una pareja, los dos parados muy derechitos, movían lentamente las cabezas a un lado y al otro en perfecta sincronía. Un niño frente a un cuadro gigantesco se acercaba tanto al lienzo que solo podía haber visto una pequeña parte sin sentido de la obra; sin embargo parecía completamente absorto en los 20cm cuadrados para los que le alcanzaban los ojos. Un grupo de cuatro amigas en sus cincuentas que a pesar de no cruzar palabra, cada 2 o 3 minutos, se buscaban entre la gente y se sonreían, con esas sonrisas largas y tranquilas reservadas para las personas más cercanas. A pesar de que en apariencia cada quien hacía lo suyo, las sonrisas convertían su visita en una experiencia íntimamente compartida. Unos pasos después, ya en otra sala había una mujer joven hincada junto a una pequeña escultura montada al ras del piso. Era más bien fea, pero sus ojos eran de un azul profundísimo y recorrían las formas de la escultura como si la estuvieran tocando, eran ojos de apreciación y deseo, ojos de recamara y de sabanas que jamás me hubiera imaginado encontrar en un museo. Fue así como desquite los $12 dlrs del boleto de estudiante y me di cuenta de que hay algo más en lo que definitivamente soy “rara”.