En estos días he llorado mucho, habrá quien diga que he llorado porque quiero, que me metí hasta las rodillas en un charco de lágrimas por mi propia voluntad. Probablemente es cierto, podría haber abierto un paraguas de negación y de fingida ignorancia ante las lloviznas de lágrimas que por momentos me sorprendían, hubiera podido seguir por el camino fácil, por el camino seco y hubiera estado bien... por un rato más. Quiero creer que hice lo correcto, me trato de convencer todo el tiempo de que tengo que ver más allá del presente empañado de llanto… Sospecho que algo tengo que estar haciendo bien, porque entre el sabor metálico de las lágrimas de miedo, el amargo de las de arrepentimiento, el ácido de las de culpa y el profundísimo sabor salado de las lágrimas de dolor, de vez en cuando pruebo una lágrima dulce, una que me hace pensar en lo que viene, en que después de tanto llanto las cosas van a estar mejor y que ninguna de las lágrimas lloradas habrá mojado el cachete en vano.
Les dejo un poema de Oliverio Girondo, que aparentemente era un experto en lágrimas, me pregunto a que le sabían a él la suyas.
Llorar a lágrima viva...
Llorar a lágrima viva.
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando.
Festejar los cumpleaños familiares, llorando.
Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...
si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!