Hace no mucho, leí por allí que Jorge Luis Borges, dice que el olvido es el único castigo y el único perdón. No supe si creerle. El olvido según yo implicaba la perdida del aprendizaje que necesariamente (o será idealmente) implica cualquier hecho o situación que merecían la pena ser perdonados. Muy ordenadamente, clasifique la frase y su contenido en el cajón de la poesía, completamente confiada de que sus palabras aunque fuertes, estaban vacías de razón. Pero como me gustan tanto los extremos no pensé en acomodar el pensamiento del Sr. Borges en el cajón de en medio, el de la poesía que encierra en un verso más sabiduría que los 18 volúmenes de la Enciclopedia Hispánica.
Le he estado dando infinitas vueltas a esto del perdón y me he dado cuenta con muchísima sorpresa de que nunca he perdonado nada. No es que sea particularmente rencorosa, ni que arrastre cada una de las heridas que me han hecho en una imposiblemente pesada maleta de rueditas… en realidad creo que lo que pasa es que nunca he hecho un esfuerzo conciente por perdonarle nada a nadie.
El dejar ir heridas y sus implicaciones, para mi es un proceso tan orgánico como el ciclo de vida de un chupetón (suena raro, pero según yo tiene sentido). Al principio se me ve mucho la marca, no la puedo esconder ni con tres kilos de maquillaje, una bufanda y mis mejores intenciones. Luego poco a poco me doy cuenta de que si yo pienso menos en el moretón que traigo expuesto, éste pierde importancia, puede convertirse en objeto de bromas que lo hacen menos serio y a la larga se vuelve cada vez más tenue, hasta que un día cuando me miro en el espejo la piel blanca de mi cuello ya sólo muestra los lunares de siempre y no queda más que el recuerdo ligero del chupetón que en algún momento me pareció tan grave. Tal vez este es el olvido del que habla Borges.
El perdón implica olvido, pero no un olvido amnésico de trama de telenovela o terrorífica realidad de asilo se ancianos, si no un olvido brillantemente selectivo. Para dejar ir no hay que olvidar con la cabeza, no hay que borrar los hechos y sus aprendizajes (aquí me reconcilio con mis dudas del principio), hay que olvidar con todo lo demás. A los que les tiene que dar amnesia es a los dedos que se adormecieron de tristeza, al corazón que se apretó de dolor, a la columna vertebral que se retorció con escalofríos y al estomago revuelto que acompañó cada recuerdo de la herida. Así con suerte, un día cuando la mente en uno de sus arranques masoquistas nos regrese al recuerdo de las cosas que más nos duelen, no quedaran más que los contornos del golpe en la memoria y en el cuello sólo lunares decorando la piel blanca.